Este trato distinto entre los dos obedece a que no es bueno que los niños dejen el seno del hogar a tan temprana edad. A veces los padres, por querer dar lo mejor a nuestros hijos terminamos haciéndoles daño. Valentina resultó una niña inteligentísima, casi un prodigio en el aprender, y a los tres años estaba en el nivel de niños de seis. Pero no todo era lindo: le era sumamente difícil hacer amiguitos, no se integraba a grupos de niños de su edad y es fácil saber porqué: como sabe más, el resto se aburre con ella y ella se aburre con el resto. Y los niños más grandes no le hacían caso porque era muy chiquita. Y nos partía el alma ver que todos jugaban con todos y ella jugaba solita; estaba en grupo, pero sola.
Una psicóloga nos hizo ver el error tremendo que habíamos cometido. Y la solución consistió en cambiar de nido y enfocarnos en actividades grupales. De ese modo, el año pasado la trasladamos a un nido estatal en pos de gentío y espacios libres. El cambio fue notorio. Dejó de regresar con el uniforme limpio, y en cambio llegaba sucia, sudorosa, cansada, llena de anécdotas para contar y, a veces, con un moretón producto de sus juegos y correrías; le perdió miedo al columpio y a la resbaladera. Las pasadas vacaciones ha hecho cursos de marinera y natación.
Por todo lo dicho, con Julito hemos seguido el consejo de la psicóloga, y él no asiste a ningún lugar. Sin embargo, ya casi con dos años encima y más travieso que zorro en gallinero, hemos pensado que podría asistir a algunas clases breves para niños de su edad. Debido a ello, un nido muy lindo nos había invitado a una clase de demostración para que experimentemos sus métodos. Todo fue muy bien hasta que....
Aquí viene la anécdota. En medio de una canción en la cual cada niño debía responder a su nombre, Julito fue no contestó. Repitieron la estrofa para él y nada, para vergüenza de su mamá.
- ¿No sabe su nombre? -preguntó la profesora-. ¿Cómo le dicen en casa, señora?
- Le decimos Julito-. La verdad, es que hasta ese momento no habíamos reparado en ello, y le decíamos, en efecto, Julito. Pero también Papaíto, Pachi, Papo y Papayo; y Valentina tendría que agregar Ñaño.
Desde entonces hemos restringido el uso de los diminutivos y sobrenombres de cariño, para pasar a decirle Julio César. Sólo que el cariño se transmite también por la forma cariñosa de llamarlo y ahora decirle Julio César a secas se me hace algo impersonal. Pero no importa. Después de todo es un lindo nombre.
Tu nombre es Julio César, hijo. Julio César. Como tu padre, como tu abuelo, como mi abuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario